domingo, 29 de diciembre de 2013

Doctor Who (BBC1)

Piso la calle Bailén a cosa de las siete de la tarde, pero bien podrían ser las diez con ese cielo encapotado y la lluvia del día anterior todavía presente. Hoy es navidad, día de Doctor Who. Vuelvo a casa de una reunión familiar que debía haber durado una noche, pero que se ha prolongado durante día y medio. El ambiente es frío y hay luces ante un Palacio Real que parece estar de reformas. El ayuntamiento ha puesto un tiovivo de dos pisos y una pista de patinaje en la Plaza de Oriente. Lo que sea para sacar pasta, pero en este caso me parece bien. La gente disfruta, los niños se lo pasan en grande...

El niño que llevo dentro disfrutará cuando llegue a casa y consiga bajarse el especial de navidad del Doctor Who. Ver cualquier episodio de Doctor Who por primera vez es volver a tener ocho años y estar en el cine disfrutando con El ladrón de Bagdad, de Alexander Korda, con alfombras voladoras, arcos mágicos y genios malvados. Es estar en casa de un amigo viendo acojonado Planeta Sangriento, de Curtis Harrington, y encogiéndome en el sillón mientras los tripulantes de la nave van muriendo uno a uno sin que los supervivientes, los muy idiotas, sospechen que los mata la tía rara que han rescatado de la nave estrellada. Y que encima va poniendo huevos que intentarán apoderarse de la humanidad después del “The End”. Aterrador. 

El Doctor Who es todo eso y más. Es fantasía desatada dirigida a todos los públicos, al niño de ocho años que llevamos todos dentro, y escrita por adultos que rememoran a su héroe de infancia. Unos lo recuerdan aterrador, otros aventurero, otros divertido, otros absurdo e incoherente. Es todo eso a la vez y más. Cuando yo empecé a verlo, me pillaba de nuevas. Mi único recuerdo de él era que usaba bufanda y que su cabina telefónica aparecía en una estación espacial abandonada de la que se habían adueñado unos peligrosos gusanos gigantes hechos de plástico de pompitas, algunas reventadas ya de tanto arrastrarse por el suelo. También recuerdo que los guiones eran curiosos, pero esos episodios los emitía Telemadrid en unas condiciones que era imposible que resucitaran a mi niño de ocho años. Tampoco lo consiguieron en su momento las películas que hizo Peter Cushing con el personaje (completamente fuera de canon, por cierto), a pesar de que sólo tenía un par de años más de los ocho.

Afortunadamente, siempre me ha dominado la curiosidad por casi todo, y aproveché que se estaba emitiendo la segunda temporada de una nueva versión del personaje para enterarme de qué era eso que veía en las tiendas de cómic cuando iba a Londres o en las revistas británicas de cine fantástico. Al fin y al cabo era una serie de ciencia-ficción, ¿no? Eso bastaba para mí. Probé con el primero. Presentación del personaje y de Rose Tyler, la compañera que será los ojos del espectador y que irá mostrando su mundo a los nuevos conversos, o sea, a mí. Vale. Era intrigante, estaba bien, aunque los malos, unos maniquíes de plástico, no me parecieron muy terribles. Sólo daban algo de mal rollo. En el segundo, el Doctor y Rose viajaban al futuro para incorporarse a una grupo de turistas que acudía a presenciar la destrucción del planeta Tierra (al son de una canción de Britney Spears, por cierto) cuando el Sol entrase en supernova. Vale. La cosa iba mejorando. Luego vino uno con fantasmas y con Dickens, después dos con extraterrestres que se tiraban pedos, y para el sexto, donde se presentaba a los Daleks, enemigos eternos del Doctor, ya me tenía ganado. Tres episodios después tocaba “El niño vacío” (escrito por Steven Moffat, uno de mis guionistas televisivos favoritos), que me deja alucinado y hecho polvo, por no decir que además acaba en un continuará de lo más siniestro. Huérfanos robando comida en las casas cuando la gente huye a los refugios durante el Blitz, un niño terrible que se pasea por las calles desiertas diciendo: “¿Eres tú mi mamá?”, zombis con máscaras de gas por cara... Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto pasándolo tan mal. 



















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El Doctor Who es una serie para niños que también busca el disfrute de los adultos. Tiene drama del bueno, un humor que puede ser tanto verbal como surrealista como slapstick, y, sobre todo, tiene acción, mucha acción, con gente corriendo todo el rato. Sus historias pueden ser de fantasmas, o de invasiones extraterrestres, o de viajes en el tiempo, o románticas, o de ciencia-ficción, o de suspense, o de terror. Todo vale para el Doctor, salvo que al buscar también el disfrute adulto, además debe ser inteligente, e ingeniosa, y que se note escrita por un adulto. El Doctor es pacifista y no usa armas, pero en sus episodios para todos los públicos muere más gente que en muchas series sólo para adultos. Porque los niños tampoco son tontos.

Y el taciturno Doctor, que al principio estaba interpretado por Christopher Eccleston, se regeneró en una versión más intrépida interpretada por David Tennant, y a la versión que cada guionista tenía del Doctor se unió la de cada actor. Después vendría la versión de viejo loco del joven Matt Smith, y esta noche, en este especial de navidad, Steven Moffat, responsable actual de la serie, cierra la tercera etapa de este Doctor, para presentar la próxima versión, la de Peter Capaldi, cuyas andanzas empezaremos a ver en otoño.

Esta tercera etapa de tres años ha sido discutible porque Moffat es en exceso cerebral, tiende a complicar demasiado las tramas, y no es buen supervisor de guiones ajenos. Russell T. Davies, el anterior responsable, el culpable de la actual resurrección del personaje, era mejor en ese trabajo, controlaba con más acierto a sus guionistas, y supo dotar a toda su etapa de un tono emotivo y sentimental bastante satisfactorio, pese a mandar muchas veces a paseo el desarrollo racional del relato. Se le criticaba mucho por esto, olvidando que estaba entregando una serie estupenda para niños de ocho años y que el que le gustara o no a un friki de treinta era tan accidental como premeditado. Los principales destinatarios siempre han sido los niños de ocho años. Como yo.

En todo Doctor Who hay episodios buenos, episodios geniales y episodios de los que sólo puedes salvar el principio, pero no el final. Desgraciadamente, la etapa de Moffat ha abundado en estos últimos. Te lo pasas en grande mientras los ves, hasta que el adulto que hay en ti se da cuenta de que algo no va bien, o de que faltan cinco o diez minutos para el final y sabes, sabes, que será una chapuza. Y al final lo es. Lástima. Con lo bien que iba. Me lo estaba pasando en grande hasta ese momento en que mi yo adulto se impuso a mi yo de ocho años. Por suerte, hay muchos niños de ocho años que carecen de un yo adulto que se interponga en su diversión, y que pasan miedo, lloran y disfrutan con las aventuras de este y de cualquier Doctor. La etapa también ha abundado en subtramas alargadas o retorcidas en exceso que luego se explicaban o resolvían de forma discutible. Es algo que también pasaba con Davies y que, por desgracia, pasa todavía más con Moffat. Eso sí, tanto uno como otro son capaces de entretenerte, y mucho, con un torrente brutal de ideas, frases ingeniosas y conceptos absurdos, aunque no te enteres muy bien de porqué pasa lo que pasa. Es un disfrute casi visceral. Infantil.

Y este episodio de Navidad donde se despide la etapa de Matt Smith lo tiene todo: saltos en el tiempo, multitud de enemigos, una antigua amante, un pueblo sitiado durante más de trescientos años, paradojas temporales, el doctor envejeciendo en su última regeneración, una conversación donde se atan de forma casual cabos sueltos de toda la etapa, y hasta una metadespedida brillantemente escrita que sirve tanto para este Doctor como para Matt Smith. El niño de ocho años que llevo dentro ha disfrutado como uno de esos niños que montan en el tiovivo de la Plaza de Oriente, y mi yo adulto se ha maravillado ante tanto descontrol argumental y estructural que, sin embargo, se las arregla para seguir conmoviendo y divirtiendo.

Entretendré la espera de los próximos episodios con un maratón de los tres últimos especiales, porque creo que me perdí cosas al verlos. Aunque sólo sea porque el Doctor habla muuy deprisa, y con acento escocés, en todas sus encarnaciones actuales.


(Por cierto, al enlazar la ficha del Imdb a El ladrón de Bagdad, descubro pasmado que es de 1940. Qué diferencia más brutal con los actuales blockbusters. Debería darles vergüenza).

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