viernes, 28 de marzo de 2014

True Detective (HBO, 2014)

Alterno la lectura de NOS42, de Joe Hill (que está bien pero de momento no mata), con la de True Detective, de Nic Pizzolato, posiblemente la serie televisiva más literaria que he visto nunca. En su estructura, en sus imágenes, en sus metáforas, en sus desvaríos y digresiones, en la forma en que la acción se aparta de la trama para centrarse en los personajes... Porque esta investigación policiaca en ocho entregas no es sino el retrato de dos detectives que son amigos a su pesar y a los que vemos evolucionar a lo largo de diecisiete años. La investigación de asesinato es el telón de fondo, la excusa más bien, de una historia con ribetes metafísicos sobre el bien y el mal. 

Un asesinato, o varios, porque pronto resulta ser el único visible de una larga serie de ellos con motivaciones oscuras, literarias, perversas, simbólicas... Una investigación contada (e interpretada, ojo) de forma orgánica desde su inicio en 1995, pero mediante un interrogatorio del FBI en 2012 que enmarca la acción y aúna en un mismo relato la visión del mundo, nihilista y enloquecida, del detective prodigio Rust Cohle (Matthew McConaughey) y la de negación conformista de su compañero Marty Hart (Woody Harrelson). Interrogatorio este que también sirve de contrapunto a todo el relato, revelándonos lo que ocultan y no ocultan los dos amigos, qué mentiras cuentan y contaron, y cuánto se respetan mutuamente pese a estar distanciados por algo que sucedió en 2002.

Todo ello ambientado en una Louisiana decadente, abandonada, que respira maldad y podredumbre humana, donde túneles olvidados adquieren resabios de siniestra ciudad perdida, casas desatendidas que son madrigueras, y habitantes casi lovecraftianos. Todo ello en un tono negro e introspectivo que (me) recuerda a los libros de John Connolly, aunque aquí Pizzolato recurra a Ambrose Bierce y a Robert W. Chambers, en vez de a Stephen King. Y con un toque de Nietzsche en las disquisiciones de Cohle. 

Esta historia de redenciones y autojustificaciones, acerca de dos hombres, “uno que sabe quién es y otro que no lo sabe”, parafraseando a Maggie Hart, está rematada con un sugerente prólogo en forma de espléndidos títulos de crédito (debidos al estudio Elastic), ilustrada por una dirección notable de Cary Fukunaga y una fotografía espléndida de Adam Arkapaw, puntuada por unas interpretaciones que nunca bajan de lo superlativo, y con el colofón de una interesante dirección musical que huye de lugares comunes. El resultado es excelente, aunque, como en los buenos libros, no satisfaga a todo el mundo al atarse la trama sólo donde es necesario, prescindiendo de explicar y justificar los muchos vuelos literarios de la trama.
(Por aquí siempre hemos tenido en buena consideración a Matthew McConaughey, no así a los papeles que interpretaba. Es buen actor desde que le veíamos en Lone Star y en Contact. Otra cosa es que después eligiera convertirse en estrella de cine y se haya pasado más de una década haciendo truños de gran estudio sólo visibles cuando en la otra cadena está Sandro Rey inventando predicciones. Últimamente parece haber decidido que igual mola ser actor y ha optado por hacer papeles interesantes, despertando la admiración y el entusiasmo del respetable. Su papel aquí es el más agradecido, gesticulante, desbarrado del payaso faltón, y eso hace sombra a un Woody Harrelson que aguanta de forma notable el tipo en su papel de Augusto. Por no decir que todos están inmensos, desde la estupenda Michelle Monaghan a mi apreciado Paul Ben-Victor, pasando por la indescriptible (me faltan manos) Alexandra Daddario).

miércoles, 26 de marzo de 2014

TIEMPO DE CANICAS, por Gilbert Hernández

Digamos que eres un niño. Todo tu mundo está en las horas que pasas lejos de los adultos, cuando no estás en el colegio o con tus padres. Juegas con tus amigos en la calle porque hay pocos coches. Disfrutas viendo Detective submarino por la tele, leyendo comics fantásticos o de miedo, inventándote aventuras con los amigos, explorando patios y parques. Digamos que son los años sesenta en Los Angeles y que no te llamas Gilbert Hernandez, aunque igual sí.

Tiempo de canicas es tan historia autobiográfica de Gilbert Hernandez como de buena parte de sus lectores. Cuenta cosas que, de un modo u otro, nos han pasado exactamente así, pero no del todo; con esa misma mezcla de tristeza e indolencia, de inevitabilidad e inconsciencia del paso del tiempo. Con esa madre que nos tira los tebeos, o los cromos, cuando no la vemos, con esas rivalidades que se tornan amistades, esos enamoramientos no correspondidos o sí. Con esa humanidad.

Digamos que Tiempo de canicas es una obra precisa, medida, quirúrgica casi, distante pero con sentimiento, de un autor cuyas últimas obras tienen un toque surrealista que (me) causa cierta perplejidad, pero al que seguimos comprando fielmente porque, a pesar de todo, su trabajo sigue siendo impecable. Tras varias novelas gráficas con las “películas” de serie B que protagonizó su personaje Fritz cuando era actriz cutre, y sus ocasionales historias de Palomar, se descuelga ahora con esta narración sencilla y de realización engañosamente simple que tarda en olvidarse. Cuando el amigo Naranjo me prestó el cómic, me dijo: “Aún no he decidido si es buena o mala, pero a mí me ha gustado”. Digamos que comparto esa opinión acerca de esta narración sobre infancias que prescinde de todo lo que uno se espera de este tipo de obras.